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Cuando el Sol se inclina hacia el sur y la noche comienza a ganar terreno, llega un instante único en el calendario: el equinoccio de otoño. Es ese momento del año en que el día y la noche se miran de frente y alcanzan un equilibrio perfecto. Apenas unas horas después, la balanza empieza a inclinarse y la oscuridad avanza, recordándonos que el invierno ya se acerca.
Este fenómeno, que hoy solemos observar como un dato astronómico, fue en el pasado un hito sagrado. Agricultores, pueblos antiguos y culturas enteras lo celebraban como una encrucijada vital. No se trataba sólo de marcar el cambio de estación, sino de agradecer lo que la tierra había entregado y de prepararse para los meses de frío y recogimiento. En la espiritualidad neopagana contemporánea, este tiempo se conoce como Mabon, uno de los ocho sabbats de la llamada Rueda del Año, una serie de festividades que celebran los ritmos naturales de la vida, la luz y la oscuridad.
El equinoccio: cuando el cielo se equilibra
La palabra equinoccio viene del latín aequinoctium, “noche igual”. Y es exactamente eso: una jornada en que el Sol se sitúa sobre el ecuador terrestre y las horas de luz y oscuridad se equilibran. Ocurre dos veces al año, en marzo y septiembre, marcando las transiciones entre estaciones. En el hemisferio norte, el equinoccio de otoño llega alrededor del 22 o 23 de septiembre; en el sur, se celebra hacia el 20 o 21 de marzo.
Para los pueblos que dependían de la agricultura, esta fecha era esencial. Las cosechas tardías —uvas, manzanas, calabazas, nueces— debían recogerse antes de que el frío destruyera los cultivos. Era, también, un tiempo de agradecimiento: los frutos almacenados garantizaban la supervivencia durante el invierno. No es de extrañar que el equinoccio fuera celebrado con banquetes, rituales y ofrendas a la tierra.
El nombre de Mabon y su eco mitológico
El término Mabon no proviene de una tradición milenaria, como muchos creen. Fue acuñado en la década de 1970 por Aidan Kelly, un estudioso neopagano que buscó dar a cada sabbat un nombre con resonancia mitológica. Eligió “Mabon” en referencia a Mabon ap Modron, un personaje de la mitología galesa cuyo nombre significa “Hijo de la Madre”.
La historia de este héroe mítico cuenta que fue arrebatado a su madre al nacer y criado lejos hasta que los dioses lo rescataron. En él se encarna la juventud eterna, el ciclo de la pérdida y el retorno, el hijo que vuelve a la matriz. No es casual que se le haya vinculado al equinoccio: como Mabon, la luz del Sol es arrancada poco a poco, pero también promete regresar. Su mito habla de maduración y de espera, de la certeza de que lo perdido se recupera en otro ciclo.
La Rueda del Año y el lugar de Mabon
Para comprender el sentido profundo de esta festividad, hay que mirar el ciclo completo de la Rueda del Año, un calendario estacional que muchos neopaganos utilizan para celebrar los cambios de la naturaleza. Yule marca el renacimiento del sol en pleno invierno; Ostara anuncia la primavera; Litha celebra la plenitud del verano; Lughnasadh abre la temporada de cosechas.
En ese círculo, Mabon ocupa un lugar crucial. Es la segunda cosecha, la fiesta de los frutos maduros, el umbral entre la abundancia y la oscuridad. Después de él sólo queda Samhain, la festividad que cierra el ciclo agrícola y abre las puertas al tiempo de los ancestros y del invierno profundo. Mabon es, por tanto, un punto de equilibrio, el último banquete antes del recogimiento, el instante en que se celebra lo que se ha conseguido antes de enfrentarse a lo incierto.
Los símbolos del equinoccio y de Mabon
La naturaleza se convierte en maestra de símbolos durante el equinoccio. Los árboles empiezan a teñirse de dorado, las hojas caen y el aire se enfría. Todo en el paisaje nos habla de cambio y desprendimiento. Es imposible no sentir que la estación nos invita también a soltar lo que ya no necesitamos.
Mabon es el festival del equilibrio. Igual que el día y la noche se igualan, el ser humano está llamado a buscar su propio balance interior: entre acción y descanso, entre dar y recibir, entre lo que se conserva y lo que se deja atrás. También es un tiempo de gratitud, porque sin los frutos recogidos el invierno sería insoportable. Y, sobre todo, es un momento de preparación: así como las despensas se llenaban de granos y conservas, el alma también debe recogerse y fortalecerse.
Maneras de celebrar: del altar al banquete
Las formas de celebrar Mabon han ido cambiando, pero su esencia permanece. Muchos practicantes levantan un altar otoñal adornado con calabazas, manzanas, uvas, nueces y hojas secas. Una cornucopia rebosante de frutos simboliza la abundancia. Las velas encendidas en tonos rojos, naranjas y dorados evocan el calor del sol que se apaga.
Otros prefieren organizar banquetes comunitarios, donde los alimentos de la estación son protagonistas: pan casero, vino, sidra, estofados, compotas de manzana. Más que un simple festín, estas comidas son un acto de compartir, de reconocer que la cosecha es un bien común.
En los rituales más íntimos, las personas suelen escribir en un papel aquello que desean dejar atrás —viejos hábitos, miedos, cargas emocionales— y lo entregan al fuego o lo entierran como símbolo de liberación. Pasear por la naturaleza y observar los cambios en el paisaje es también un modo de conectar con la energía del equinoccio.
Aromas, colores y alimentos que evocan el espíritu de Mabon
El otoño tiene un lenguaje propio, y celebrarlo es también dejarse envolver por él. Los colores cálidos del follaje —dorados, rojos, ocres— se trasladan a las telas, las velas y las decoraciones. Los aromas de la canela, el clavo y la nuez moscada llenan los hogares, recordando la dulzura del calor frente al frío que se avecina.
En la mesa, los alimentos de la temporada no sólo alimentan el cuerpo, sino que evocan el ciclo natural: la manzana como fruto de conocimiento y abundancia; la calabaza como emblema de la cosecha; las uvas que se transforman en vino, símbolo de celebración y transformación; las nueces que se guardan para el invierno, promesa de alimento duradero.
El equinoccio como espejo interior
Más allá de las ceremonias externas, el equinoccio de otoño invita a una práctica de introspección. Es un espejo que nos recuerda que la vida está hecha de luces y sombras, y que aprender a equilibrarlas es parte de la madurez. Preguntarnos qué hemos cosechado durante el año, qué logros queremos celebrar, qué experiencias nos han nutrido, se convierte en un ejercicio de gratitud.
Pero también debemos preguntarnos qué debemos dejar atrás. Como los árboles que sueltan sus hojas, nosotros también estamos llamados a desprendernos de aquello que ya no nos sirve: miedos, rencores, proyectos que no florecieron. Sólo así podemos avanzar ligeros hacia el invierno y abrir espacio para nuevas semillas.
Mabon en el presente
Aunque el término “Mabon” sea relativamente reciente, la celebración del equinoccio de otoño tiene raíces ancestrales que atraviesan culturas: desde las fiestas de la vendimia en el Mediterráneo hasta el Festival de la Luna en China, pasando por el Sukkot judío. Todas ellas coinciden en un punto esencial: dar gracias por la abundancia recibida.
En la actualidad, cada vez más personas redescubren esta celebración como un modo de reconectar con la naturaleza. En un mundo acelerado y tecnificado, detenerse a observar el ciclo de las estaciones es un acto de resistencia y de sanidad espiritual. Celebrar Mabon no requiere grandes ceremonias: basta con un gesto de gratitud, una cena compartida, una vela encendida, un paseo consciente.
La dimensión ecológica de Mabon
Hoy Mabon cobra un significado especial. Honrar el equinoccio de otoño es también recordar que dependemos de la tierra, que nuestros alimentos son fruto de su generosidad y que debemos cuidarla para las generaciones futuras. Celebrar Mabon puede convertirse en un acto de ecología espiritual, una oportunidad para consumir productos locales, respetar los ritmos naturales, reducir el desperdicio y valorar la abundancia sin caer en el exceso.
Incorporar Mabon a la vida cotidiana
Vivir el espíritu de Mabon no se limita a un ritual puntual. Podemos integrarlo en la vida diaria con pequeños gestos: cocinar con alimentos de estación, hacer limpieza en casa y donar lo que ya no necesitamos, escribir un diario de gratitud, dedicar tiempo al descanso y a la reflexión, equilibrar nuestras rutinas para no vivir sólo en la acción sino también en la contemplación. Cada gesto se convierte en un recordatorio del equilibrio que nos propone el equinoccio.
Para concluir...
El equinoccio de otoño y la festividad de Mabon son mucho más que un cambio en el calendario. Son un recordatorio de que la vida es cíclica, de que siempre estamos en tránsito entre la luz y la sombra, entre lo que se gana y lo que se pierde, entre lo que florece y lo que se marchita.
Al detenernos a celebrar este momento, recuperamos un vínculo ancestral con la tierra y con nosotros mismos. Aprendemos a agradecer, a soltar, a equilibrar. Y, sobre todo, comprendemos que el invierno no es solo ausencia, sino también un tiempo fértil de espera, donde lo sembrado en silencio germinará para el próximo ciclo.
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